top of page

El Inventor

  • Foto del escritor: Jonatan Lukasievicz
    Jonatan Lukasievicz
  • 3 abr 2018
  • 4 Min. de lectura

El Inventor


Ingresé al taller del Inventor en el año mil novecientos treinta y nueve. Como era invierno, y el lugar era amplio –un galpón que ocupaba media manzana- se encontraba calefaccionado por medio de un sistema de tubos. Los extractores emergían por entre los muros, y creaban una neblina hipnótica que llegaba hasta el techo, ocultándolo. Mi reacción al observar al Inventor fue la de saberme frente a una persona que había develado, o que estaría por develar, los misterios del universo. Lucía un traje anti radiación amarillo, unas gafas protectoras, y unos gruesos guantes adaptados a las grandes temperaturas, con los cuales acababa de retirar del intolerable horno unos misteriosos engranajes de cobre que él mismo había construido. Cuando lo interrogué sobre la índole de esa creación, me solicitó que lo acompañara. Tome el paraguas de titanio, me ordenó. Caminando lentamente, fuimos atravesando el inmenso laboratorio. Pude observar que todos los espacios estaban ocupados por herramientas y engranajes, y artefactos de los cuales se destacaba cierto sistema mecánico, que por intermedio de poleas y motores a combustión: servían el desayuno, preparaban el baño o alcanzaban el correo. Al final, y junto a la pared, había un casco que prometía eludir el tiempo. Y junto al estante, una sábana pesada cubriendo una invención en acero de más de dos metros de altura. Este es el sueño soñado por un constructor de sueños, dijo con una sonrisa cerrada.


Antes de que quitara el velo que ocultaba al prodigio, dirigí mi mirada hacia una de las esquinas. A los lados, y hasta el indistinguible y nublado techo, se apilaban restos de circuitos y motores fuera de uso. Algunos, verdaderos relicarios accionados por medio de vapor. Y entre los montículos de oxido, se formaba un pasillo estrecho que conducía hacia un cuarto intencionalmente oculto, pero desde el cual un foco intermitente develaba su existencia.


Hoy tengo noventa años de edad y vivo en una pensión de los suburbios. No tengo jubilación y me dedico a contemplar un viejo árbol al que, día a día, se le van decolorando las hojas. Pero aquel año, extraviado en el medio de un barrio de obreros y peones, junto a una fábrica metalúrgica, observé atento al Inventor cuando quitó el telón que cubría su extraordinaria creación. Con el cabello engominado formando una raya al medio y esos ojos brillosos cercanos a la locura, junto con una voz rasposa que decía eufóricamente que lo había logrado, giró hacia donde me encontraba y me estrechó la mano con vigor. Ahora podrá decirles a los suyos sobre el encarcelamiento del alma en una coraza de acero. Su invención era única y no he vuelto a ver nada parecido desde aquella época. Pero a mí, que he viajado por los mares, visitando reyes y cenado con caníbales, me distrajo del prodigioso autómata el misterioso despacho disimulado entre escombros y engranajes. ¿Qué hay en esa habitación? Pregunté. Y esa pregunta era lo que el Inventor estaba esperando. Ahora abra el paraguas, ordenó levantando la cabeza. En ese momento los truenos secundaron a los relámpagos que adornaban las nubes que la calefacción había formado en lo alto. No tema, los mecanismos más frágiles están en estantes protectores, y el resto es resistente al fuerte granizo. Un sistema de desagüe subterráneo se encargará del reciclado del agua. Observé que la habitación era ajena al ecosistema artificial. Y que misteriosamente desde las esquinas, y por sobre las pilas de chatarra mecánica, aprovechando el líquido que se había escurrido por todos lados, habían comenzado a crecer diversas plantas y enredaderas, tornándolo todo de un verde musgoso. Los insectos llegaron después. Este lugar será intolerable por unas horas, hasta que el otoño nos alcance nuevamente el invierno interior. Le haré conocer mi despacho. Ahí tengo el control a distancia del robot.


El despacho estaba formado por una prolija biblioteca que ocupaba todas las paredes, las cuales se encontraban colmadas de libros de ficción. Usted verá, todo lo que existe en el taller cumple una función mecánica, de manutención y de funcionaria rutina. Pero aquí es donde pongo en funcionamiento mis mejores creaciones: mi máquina de sueños lúcidos, mi casco contra el tiempo, y todos los otros mecanismos e invenciones extraordinarias, algunas de las cuales son invisibles.

Observé que era el despacho de un escritor. Había una máquina de escribir, un tintero, un secante, hojas y anotadores acumulados sobre un amplio escritorio. También una silla, y no más. En ese momento leí los títulos y los autores de los cientos de libros de la biblioteca. Si bien los títulos variaban, el autor era siempre el mismo. Todos los libros habían sido escritos por el Inventor. Tome. Este es el control a distancia del robot de acero. Lea y accione el mecanismo. Observará cómo se le despierta el ánima, me dijo ofreciéndome un libro. Sorprendido, recuerdo que, con solo leer unas páginas, y sin salir de la habitación, el enorme autómata comenzó a caminar por las calles.


El Inventor murió en el año mil novecientos cuarenta y dos, de un paro cardíaco. Su taller secreto, oculto en un barrio obrero, se quemó un año después. Su clima inverosímil no pudo contra la explosión del horno. Ignoro si sus innumerables invenciones estáticas e inservibles cobraron abruptamente vida y huyeron de un pasado mágico, y de un taller pronto a derrumbarse.


Como dije, hoy tengo noventa años de edad, y de lo que eran mis muchas pertenencias solo me queda un cajón en donde se encuentra el control a distancia del enorme autómata de acero, que puede encapsular las almas. Quiero pensar que el propio Inventor pudo introducir, por medio de algún complejo experimento, su propia alma dentro del robot, y que esa muerte sorpresiva fuera una farsa.

Cercano a la muerte, solo me queda una certeza: Mis nietos heredarán el libro que controla o imagina al robot, y volverán a ponerlo en funcionamiento.

 
 
 

Comments


Featured Review
Vuelve pronto
Una vez que se publiquen entradas, las verás aquí.
Tag Cloud

© 2023 by The Book Lover. Proudly created with Wix.com

  • Grey Facebook Icon
  • Grey Twitter Icon
  • Grey Google+ Icon
bottom of page